La multitud empezó a salir. En la mayoría de los; labios se oían frases condenatorias para la acusada. Algunos de los asistentes al juicio, sin embargo, tenían sus dudas no sólo acerca de la culpabilidad de Edwina Byngton, sino de la presunta imparcialidad del juicio.
Pero la sentencia debía cumplirse. Al día siguiente, una enorme multitud acompañó a la condenada hasta el lugar donde debía morir quemada.
Algunos la insultaban y hasta le arrojaban pellas de barro. Junto a Edwina caminaba un pastor, exhortándola a arrepentirse de sus pecados de brujería.
—Nunca he sido una bruja —protestaba la mujer, una y otra vez, enérgicamente.
Cuando se vio atada al poste del suplicio, por medio de gruesas cadenas que rodeaban su cuerpo, se echó a llorar.
—Mi hija —gimió—. ¿Qué será de mi pobre hija?
Nancy Byngton, de trece años, contemplaba la horrible escena desde lejos. Unas vecinas compasivas habían intentado retenerla en su casa, pero ella había conseguido escaparse. Llena de horror, vio cómo ataban a su madre y amontonaban leña a sus pies.
El poste del suplicio era un gran árbol, de tronco recto y alto de más de veinticinco metros, situado en la cumbre de una pequeña colina que dominaba la pequeña población. Junto con la leña, había mezcladas grandes cantidades de paja y ramillas secas.
Los ejecutores se acercaron al montón de leña empuñando sendas antorchas encendidas. Entonces, Edwina viendo llegada su última hora, lanzó un gran grito:
—¡Pueblo de Kittsburgh, yo te maldigo por tu cobardía colectiva y por el crimen que cometéis conmigo! ¡Un día, este pueblo maldito arderá hasta los cimientos y en sus llamas perecerán todos los que me han condenado y sus descendientes…!
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