Lunar Park empieza como una cruza entre Los hechos y Operación Shylock de Philip Roth. No demora en transformarse en algo que recuerda mucho a El resplandor y a La mitad oscura de Stephen King, con sangre, ectoplasma y duelos frankensteinianos entre creador y criatura. Todo esto sin dejar de coquetear ya desde el título con los territorios de la alucinación suburbana que John Cheever patentó a su nombre en varios relatos y, muy especialmente, en la ácida y oscura y criminal Bullet Park. Y cierra con un último y magistral e inesperadamente emotivo capítulo que recuerda a las páginas finales de Campos de Londres de Martin Amis o, digámoslo sin vacilar, a “Los muertos” de James Joyce.
Pero más allá de influencias y de reverencias, Lunar Park confirma a Ellis como a uno de esos alumnos que pasa al frente y, una vez allí, ya no vuelve a sentarse en el pupitre porque se sabe –y nos hace saber– que está a la altura de sus maestros y de sus modelos y, ya que estamos, de sí mismo.
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