Vivimos en una época donde nuestras opiniones y nuestra vida personal y familiar han dejado de ser privadas. Cualquier opinión puede ser malinterpretada y en un mundo de casi siete mil millones de personas, siempre habrá alguien a quien no le gustará lo que hemos dicho.
Parece entonces que lo prudente es callarse, porque lo cierto es que se nos juzga por nuestro último tuit o nuestro último comentario, donde el contexto y las circunstancias no son valorados por nadie. Se nos juzga incluso por algo que dijimos o hicimos hace diez años, cuando en realidad puede que ya no seamos la misma persona. No existe pues, el derecho al olvido.
Frente a eso, yo os digo que tenemos que volver a debatir públicamente, a expresar opiniones y defenderlas con argumentos, a contraponer ideas, porque el debate es lo que abre la mente de las personas, permite discernir los sentimientos y entender que una sociedad no puede crecer sin el valor que aporta la diversidad de opiniones.
Frente a la intolerancia, la violencia, la ignorancia y el agravio, solo existe un camino que lleva a la meta, y es el diálogo. Y para valorar la idoneidad de cada propuesta, de cada idea, para esclarecer la verdad, se necesita debatir.
Habrá ocasiones en las que tendremos que convencer a nuestro grupo de trabajo de que la propuesta que les hemos hecho es la más adecuada; puede que tengamos que negociar con nuestros hijos las reglas de convivencia en el seno familiar; quizás nuestro vecindario esté en pie de guerra y deseemos apaciguarlo; tal vez nos veamos obligados a dar testimonio ante un juez o puede incluso que tengamos que debatir en público, dar un mitin para conseguir el respaldo a un proyecto o convencer a una audiencia que no sabemos cómo piensa. Quizás nuestro trabajo sea el de mediador o consista en firmar acuerdos con otras empresas.
De un modo u otro, el arte de convencer, de lograr que otros asuman nuestras inquietudes como propias o la posibilidad de negociar un buen acuerdo, son una parte fundamental de la dialéctica. Aristóteles lo llamó retórica y Schopenhauer dialéctica erística. No importa su nombre, como tampoco nadie puede cuestionar su inmensa utilidad.
En una sociedad donde valores como el compromiso, el bien común, la convivencia, la fe, el honor, la valía, la autoridad o el prestigio han dejado de ser una referencia en la toma de decisiones, se hace necesario disponer de la capacidad para defender, como mínimo, lo que afecta a uno mismo.
Antes de que la tecnología hiciera acto de presencia, las personas siempre hablaban cara a cara y su confianza sigue apoyándose hoy en día en la percepción que tenemos del otro, de lo que dice y de cómo lo dice, de lo que ofrece y de cómo lo expone, de lo que arriesga y del prestigio que le precede.
Una persona puede saber escribir magníficos discursos, hablar en público, conmover a sus oyentes o deshacer los argumentos del contrincante sin el más mínimo esfuerzo. Puede incluso que sepa hacer solamente alguna de esas cosas y no las otras. Tal vez no reúna todas las habilidades necesarias. Pero si algo sabemos con seguridad, es que la dialéctica es una ciencia donde la práctica nos convierte en maestros.
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