En el texto autobiográfico que sirve de prólogo a esta antología de cuentos, Erskine Caldwell escribe «no tengo verdades filosóficas que impartir, ni me mueve ningún impulso evangélico para cambiar el destino humano. Lo único que he querido hacer es describir lo mejor que he sabido las aspiraciones y la desesperación de la gente sobre la que escribo». La aparente humildad del empeño da perfecta cuenta de las intenciones y la textura moral del autor: con una conmovedora e inquietante mezcla de distancia, ternura y sarcasmo agridulce —eso que damos en llamar lucidez—, los relatos reflejan la vida cotidiana y la atmósfera cargada y opresiva de la América de la Depresión. Tiempos mortecinos en los que, pese a todo, la vida sigue, y Caldwell, como ya hiciera en sus obras maestras El camino del tabaco, La parcela de Dios y Tumulto en julio, los transmite con «intensidad del sentimiento».
Escritos casi como una serie de estampas tan crudamente realistas que rayan en el esperpento, en los cuentos se reconocen los mejores mimbres de la tradición cultural norteamericana, anterior y posterior: las malas pulgas de Ambrose Bierce, la ironía de Mark Twain y hasta la doblez ingenua de Frank Capra. Y así, adolescentes fatalmente enamorados y cadáveres insepultos, emigrantes suecos, charlatanes de feria y leñadores con aficiones musicales componen un fresco de personajes y situaciones divertidas y lúgubres a la vez en el que se plasma con sutileza, inteligencia y sentido del humor el hambre, el desarraigo y los conflictos de clase y raciales de la convulsa América de los años 30. Una antología de relatos turbadores que estremecerá al lector más avisado.
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